Peninsula Mitre: Lugares: 100 Km a pie por el Fin del Mundo

LA NACION 12 de mayo de 2023
 EDICIÓN PERIODÍSTICA: Cintia Colangelo 
EDICIÓN FOTOGRÁFICA: Mariana Eliano 
DISEÑO Y EDICIÓN VISUAL: Cecilia PiccoJulián Fernández 
FOTOGRAFÍAS: Carolina Reymúndez 
AGRADECIMIENTO VIDEO: Fundación Rewilding Argentina 

 De Puerto Español a Moat, un viaje de 100 kilómetros por una tierra declarada recientemente Área Natural Protegida. 
Paso a paso por turbales, bosques de guindos y playas larguísimas. Un trekking con historias de naufragios, viento, faros, cuevas, ranchos de pioneros, vestigios de buscadores de oro y acantilados con vistas espectaculares del Atlántico Sur. 
A Península Mitre la define la lejanía.
 ¿Qué es lejos?, me pregunto mientras camino. En años de periodista de viajes estuve en la cordillera de los Andes, en el Impenetrable, en el desierto de Atacama, en Nepal, en Indonesia. 
Lugares alejados. Península Mitre es otra cosa, adolece de una lejanía distinta. Un lejos desmedido. Lejos de algas verdes gigantes, macroalgas, que se suben a las rocas y parecen la cabellera de una bruja zombi. Un lejos de caminar días y días sin cruzarse con otros humanos, de no tener señal de celular durante el tiempo que dure la expedición. 
Lejos de sentarse en un tronco frente al mar, y ver ballenas jorobadas y huillines –en peligro de extinción– y lobitos ahí nomás. Un lejos bestial, de bestias.
 ¿De qué otra manera se podría llamar ese toro macizo, colorado, cornudo que veremos cerca del cabo San Gonzalo? El ganado bagual es rezago del intento de domesticar esta península con estancias, de llevar población adonde manda el clima extremo. Los puestos se desmoronaron y miles de animales abagualados vagan por los cerros y a veces se despeñan por las hondonadas. Un lejos hostil y al mismo tiempo encantador. Una belleza difícil de encontrar. 
Como si fuera una flor rara que crece en una grieta imposible y algunos caminaran desde lejos para verla. Península Mitre resiste la lejanía del contorno del mapa. 
Si seguimos nos caemos. Al final del final del mapa, donde la naturaleza domina al ser humano y el viento es un número fijo, ahí es Península Mitre. Sureste de Tierra del Fuego, frente a la Isla de los Estados. Si fuera una península de diccionario tendría que precederla un istmo o estrechamiento que la conecte al continente, pero no lo hay. 
La declaró península el ingeniero rumano Julius Popper, un buscador de oro que llegó a acuñar monedas de cinco gramos y tuvo un ejército de mercenarios que cuidaban el botín. Popper la bautizó en 1887 en homenaje a Bartolomé Mitre, que había sido presidente años antes, entre 1862 y 1868.

Al final del final del mapa, donde la naturaleza domina al ser humano y el viento es un número fijo, ahí es Península Mitre. Sureste de Tierra del Fuego, frente a la Isla de los Estados. Si fuera una península de diccionario tendría que precederla un istmo o estrechamiento que la conecte al continente, pero no lo hay. 
La declaró península el ingeniero rumano Julius Popper, un buscador de oro que llegó a acuñar monedas de cinco gramos y tuvo un ejército de mercenarios que cuidaban el botín. Popper la bautizó en 1887 en homenaje a Bartolomé Mitre, que había sido presidente años antes, entre 1862 y 1868. Mitre también la definen dos ríos: el Irigoyen en el norte y el López en el sur. Nosotros caminaremos de Puerto Español a Moat, alrededor de 100 kilómetros por el sur, la costa más escarpada. En unos días cruzaremos el López.



 Si no está crecido, el agua nos llegará a las rodillas. Rancho Julián, donde dormiremos un par de noches, se llama así por Julián Lisarraga, un paisano que se ahogó cruzando el López en 2003. Se lo llevó la corriente. 
–Cuando crucemos el López voy a estar tranquilo –dirá Federico. Con los días, “cuando crucemos el López” se transformará en una alarma que asusta y, a la vez, augura la calma. Nos preparamos para ese límite como para un examen escabroso.
 –Cuando crucemos el López vas a poder sacar todas las fotos que quieras, ahora apurate porque se viene la lluvia La planificación del viaje arrancó varios meses antes. Me conecté a una reunión virtual donde se explicaron cosas prácticas. 
Los promotores del viaje son tres: Federico Gargiulo, Marine Israel y Sebastián Beltrame (los últimos dos, en la foto).
 Federico es autor del libro Los caballeros de Mitre, fue 15 veces a la península y le dio tres vueltas completas. –¿Qué te atrae tanto para volver y volver?
 –le preguntaré en un descanso en La Mesita, el último campamento, frente a una bahía sin nombre. –Me gustó la soledad que no vine a buscar y encontré, las costas dramáticas, la historia, lo desconocido. Federico se conecta a la reunión desde la Antártida porque en verano trabaja como guía de expedición y dando charlas históricas en cruceros turísticos. 
Marine Israel es francesa, de los alrededores de París. Vino a la Argentina en busca de Patagonia y las casas de Ushuaia la inspiraron para dibujarlas. 
Publicó un libro ilustrado y se quedó a vivir. Sebastián Beltrame nació en Ushuaia; el patio de la casa es el glaciar Martial. Es guía de montaña y ama escalar y esquiar fuera de pista. Vive con Marine, con quien tiene una hija. 

Un participante recomienda unas medias a prueba de agua. Ricardo Delupi, el geólogo de Villa Devoto, el rebelde que cuando estemos ahí caminará sin bastón y con zapatillas. 
Otro participante: Charles Newbery, sobrino nieto de Jorge Newbery. 
El año pasado comenzó este viaje, pero su mujer se torció un tobillo al final del primer día y desertaron. Siguieron sus hijos adolescentes. 
Uno de ellos, Jasper, de 17 años, también es parte del equipo. Repite, de tanto que le gustó. Eso seremos, un equipo con un objetivo: Moat
. Ahí hay un destacamento de Prefectura y llega a la ruta provincial J, que después de 90 kilómetros nos devolverá a Ushuaia. Una participante levanta la mano para hablar: –¿Cómo hago para entrenar acá en Teodelina que tengo todo plano? 
Teodelina es un pueblo de 8000 habitantes del sur de Santa Fe. Durante el viaje sonará casi tanto como Mitre. Marina Bernardoni, contadora y aventurera local, lo traerá a la geografía patagónica. En Teodelina pocos saben que Marina está bien entrenada y llegó a la base del Aconcagua y a la cima del Champaquí y que está pensando seriamente en mudarse a Ushuaia. 
En el pueblo están más interesados en por qué a los 43 años no está casada ni tiene hijos. 
De repente, en la intimidad de un bosque de canelos, en uno de los lugares más remotos del planeta, nos tendrá absortos con las historias del Patacortada, que asaltaba a viejitas que cobraban la jubilación, y de doña Nelly de Villa Cañás, “el pueblo de Mirtha”, que queda a 20 kilómetros de Teodelina
. –Hacemos senderismo sin senderos. 
Eso comenta Charles antes de encarar un túnel de árboles descascarados y troncos caídos y antes de que avancemos a los tumbos bajando un cañadón profundo para llegar a cruzar un arroyo y después volver a subir. 
–Ojo que estamos entrando en Vietnam. Eso diría Sebastián y lo repetirá Jasper la mañana que pisemos pastizales inundados que ocultaban pozos hondos y cubiertos de agua y barro, camino a Playa Dorada. –Acá se van a mojar los piés.
 Eso dice Fede en el primero de los 18 cruces en el río Vacas, antes de llegar a Rancho Ibarra. Por momentos no caminamos, chapoteamos. Andar a campo traviesa obliga a estar atento. Los guías van adelante con el GPS en la mano. 
Ahí tienen marcada -trackeada- una ruta anterior. Esas marcas los orientan, pero constantemente buscan el camino, lo tantean con el bastón, lo olfatean. A veces hay que retroceder porque no era por ahí y volver a buscar marcas en el paisaje. 
–Este podría ser un campamento de emergencia -decían ayer al pasar por un bosque con un plano donde cabían cuatro carpas. Quedó registrado. El mismo aparato 
–inReach, con conexión satelital- tiene un botón de SOS. 
Si algo nos pasa y lo aprietan hay un rescate garantizado, en velero o helicóptero, organizado vía Estados Unidos. –El guía que hoy viaja sin esto es un irresponsable
 –dice Sebastián. Spoiler: no usaremos el SOS. 
No habrá torceduras ni magulladuras ni rescate de película Algunos días son más técnicos, con bajadas y trepadas por cañadones arduos, donde es necesario agarrarse de las ramas, pegar un saltito y esquivar pozos. 
Hay días de caminatas por playas de arena húmeda y días molestos, por costas de piedras irregulares y gordas. Hay días de barro y días de turba, y días en los que me descalzo para cruzar ríos helados. Las superficies cambian y desafían el equilibrio. 
Los pies registran las diferencias: lo blando del barro, lo mullido de la turba, la arena dócil, los helechos rastreros, las ramas apiladas de una castorera, el agua, los matorrales de michay, chaura y mata negra que llegan a la cintura.

Hace un rato cruzamos un turbal extenso, fue como caminar sobre almohadones mojados, sobre el lomo de un animal. Voy con la vista fija en los pies para no pisar en falso. Camino por humedales de turba, material orgánico formado por la descomposición vegetal: turba roja y turba rubia. Tomamos agua de turba, dicen que es potable. 
Cuesta la primera vez al verla tan amarilla (la segunda también). Sigo adelante y confío en la fuerza de mis piernas, en la astucia de mis ojos y aprovecho la intimidad del bosque para abrir ventanas interiores. El viento barre el cielo hasta dejarlo limpio.
 Es el segundo día de viaje, creíamos que habíamos pasado lo más duro. 
Pero hay que meterle un poco más: hoy también es un día largo, unos 15 o 17 kilómetros.
 Paramos a almorzar en una bahía redonda. 
Nos acomodamos en un tronco liso que sirve de apoyo. Picada y frutos secos. Sumo una manzana, que a esta altura vale oro. Antes de partir repartieron snacks y sobres de comida deshidratada. 
Cada uno lleva sus raciones en la mochila, que pesa entre 12 y 14 kilos. Hay días en que la espalda duele más que los pies. Las paradas son un alivio, pero en un momento
 Fede dirá: “¿Vamos yendo así llegamos a acampar antes de la lluvia?”. Las olas se enrulan y estallan en espuma blanca. Pasa un ostrero de pico rojo y silba. 
Busca moluscos en la playa. Charles Newbery toma notas en una libreta. Escribe en inglés porque vivió hasta los veintipico en Los Ángeles.
 Prepara una novela sobre su bisabuelo, 
Ralph Newbery, que fue a Río Grande a principios del siglo pasado. –¿A Río Grande? Mientras andamos por un turbal, antes de llegar al naufragio del velero Nashachata, me entero de retazos de esa historia.
 El norteamericano Ralph Newbery llegó a Buenos Aires en 1872, después de recibirse de dentista. Estaba casado con la argentina Dolores Malagarie (Jorge Newbery fue uno de los 12 hijos del matrimonio). 
En su consultorio de la calle Florida se atendían personalidades de la época, entre otros, Domingo Faustino Sarmiento. Ralph Newbery tuvo, también, campo y vacas.
En una oportunidad las mandó a Chile para venderlas y hubo una nevada muy fuerte. 
Los animales no resistieron y murieron en el camino. 
Con varios hijos y en bancarrota, Ralph se subió a la fiebre del oro y fue a Río Grande. Si encontraba oro podría pagar las deudas y cambiaría su suerte.
Su objetivo era llegar a bahía Sloggett, donde la compañía inglesa The Argentine Tierra del Fuego Exploration Company había puesto el ojo y donde hoy todavía se ve una draga aurífera en la desembocadura del río López.
 Ralph nunca llegó a Sloggett: murió de neumonía en 1906. Nosotros llegaremos esta tarde, después de cruzar el López. 
Charles se acerca al paisaje con el que soñó su bisabuelo. 
Ayer me contó que en este viaje está atando los cabos sueltos de su novela. Llegamos a Playa Dorada, no son ni las tres de la tarde. Armamos las carpas y empieza a llover. 
A bahía Aguirre, el punto de partida de este trekking, llegamos en velero después de navegar más de 20 horas por el Canal de Beagle y atravesar un temporal de viento. 
Fondeamos en Puerto Español cerca del amanecer. 
A partir del momento en que pisamos la arena, el resto del viaje sería caminando. Desde el gomón vi cómo se agrandaba la figura de Sergio Anselmino, que avanzaba por la playa hacia nosotros. Hombre alto y corpulento, de unos 40 años. 
Me hace acordar al Atlas, la carta de la lotería mexicana en la que un hombre carga el mundo. Quizás por eso le dicen el milodón o el semi-Dios. 
Se acerca al gomón, nos recibe como un dueño de casa que espera visitas.
 –Hola, bienvenidos a Puerto Español. 
Hola, Carolina, yo soy el milodón. 
La primera vez que vi a Sergio fue en el programa en que Mario Markic lo va a visitar en helicóptero. La segunda, en la película Península Mitre. 
La tierra olvidada, donde acompaña en calidad de baquiano a los hermanos Julián y Joaquín Azulay, Gauchos del Mar, a buscar olas para surfear en Península Mitre. La película giró de boca en boca y Mitre se convirtió en caminata de culto. 
Después de verla, Ricardo, el geólogo de Villa Devoto, pensó “quiero ir a ese lugar”. En los años 30 funcionó un aserradero y un criadero de zorros en esta bahía, pero fueron dos intentos fallidos de poblar el lugar. 
Sergio Anselmino es el único habitante de bahía Aguirre. Después de varias vueltas a Mitre –una de ellas caminando desde Ushuaia en 47 días–, en una se quedó a vivir. Se retiró de la civilización, del llamado progreso o de las dos cosas, y se instaló en el refugio de Puerto Español, Spanish Harbour, así lo bautizó Fitz Roy en 1831, cuando navegó por estas costas.
 Sergio vive sin luz, sin gas, sin agua corriente, sin comunicación.
 Ni siquiera motosierra: el hacha es su aliada.
 Y el ingenio: para captar el agua de lluvia y conducirla a la canilla de la cocina, para embaucar a un toro bagual y atraparlo y carnearlo y tener alimento para el invierno. El rancho de Puerto Español estaba caído, con el techo desclavado. 
Era el antiguo puesto de peones de una estancia. 
Lo apuntaló y reparó; le hizo ventanas nuevas, lo pintó y hasta decoró con vestigios de un viejo aserradero y huesos de animales. Lo convirtió en un refugio boutique. En el comedor, una mesa larga y una salamandra donde siempre hierve una pava.
 Hasta colocó una ducha con agua caliente en la entrada. –Me bañé en bolas mirando el mar. Me dio tanta felicidad que me puse a bailar –dijo una caminante.
 En el refugio nos cruzamos con un grupo que había terminado la caminata y volvería a Ushuaia en velero, al revés que nosotros. 
Una mujer con la cara curtida por varios días de marcha se acercó y me dijo: –Lo más útil de lo que traje fueron estas polainas, ¿tenés?
–No. –Tomá, te doy las mías. Al día siguiente estrené polainas usadas, descosidas, manchadas con barro, pero impermeables y protectoras. 
Atención al cambio de planes. Federico al habla: –El pronóstico tira que vienen días de lluvia, por eso tomamos la decisión de salir mañana temprano porque no queremos que el río López se cargue. A las 7.30 desayunamos, a las 8 nos vamos. 
El libro de visitas, grande, pesado y con cierto carácter sagrado, está debajo de una vértebra de ballena. Por la noche, usando la linterna de minero, leí reseñas de caminantes agradecidos. Dejé la mía y sentí que plantaba palabras en el fin del mundo.
 Desde que Sergio Anselmino se quedó a vivir en Puerto Español pasaron cuatro años. No salió en ningún momento, ni siquiera fue unos días a Ushuaia. Lejos y todo tiene una novia que lo visita seguido, a pie y en velero. Y por ahí nada de Tinder, eh.
 Hace menos de dos siglos, en 1851, el marino inglés y misionero anglicano Allen Gardiner y los seis que lo acompañaban murieron de hambre en unas cuevas que llevan su nombre: las Cuevas de Gardiner, en bahía Aguirre. Ingresamos por la playa en una gran boca negra que chorrea humedad. Escucho el sonido de los pasos en el espacio vacío. 
En el fondo se ven placas conmemorativas. Los misioneros navegaron en dos lanchas metálicas hacia la zona de bahía Aguirre porque en la isla Picton, donde desembarcaron primero, los yámanas se habían mostrado poco amigables. 
Antes de irse dejaron una botella enterrada con un mensaje: “Cavad aquí debajo. Vayan a Puerto Español, marzo de 1851”. Al llegar a Aguirre, se refugiaron en las cuevas. Comieron lo que tenían, cazaron un zorro y algunos patos. 
Pero se fueron quedando sin fuerzas, estaban cansados, aplastados, con frío. Al año siguiente los encontró el capitán Smiley, del buque John Davidson. Todos muertos en la profundidad de la cueva. Sus diarios, al contrario de reflejar desesperación, revelan gratitud a Dios. Esa convicción y los viajes de Gardiner inspiraron a otro misionero anglicano, Thomas Bridges, el primer poblador blanco de Tierra del Fuego, fundador de la estancia Harberton y autor de un diccionario yámana-inglés con más de 30.000 palabras. 
La historia de la península, quizás como toda historia de conquista, está empapada de muerte. En este caso, no tanto de matanzas entre hombres porque, si bien había originarios de la etnia haush –acampamos cerca de concheros en La Mesita–, debido a su carácter hosco y remoto, estaba prácticamente despoblada. En el viaje en velero hasta Aguirre, en medio del tormentón de viento, se me aparecían naufragios del Beagle, la Isla de los Estados, Mitre. De cuando no existía el Canal de Panamá y los clippers transportaban las mercaderías a través del Estrecho de Magallanes. Otros, especialmente los barcos viejos, naufragaban a propósito, para cobrar el seguro. Los elementos de navegación mejoran y, sin embargo, los barcos todavía naufragan. 
En 2010 el velero polaco Nashachata sucumbió frente a bahía Sloggett después de que lo castigara una tempestad monstruosa. Venía de dar la vuelta al mundo con pasajeros. El capitán Marek Radwanski y su hermano Pawel cayeron de cubierta en maniobras de salvataje. Les tiraron salvavidas y otros objetos que pudieran flotar, pero no llegaron a sujetarlos y los arrastró el mar, de temperatura glacial. El resto aguantaba en la cabina con el agua hasta las rodillas. 
Después de nueve horas, los rescataron los tripulantes del ARA Francisco de Gurruchaga, de la Armada Argentina. Las contrariedades de la península, las desgracias, lo inaccesible retiene mística, como la turba retiene carbono. De ahí se sostiene, acaso, la Real Orden de los Caballeros –y Caballeras– de Mitre que instauró Federico Gargiulo. Solo pueden acceder a ese título –y privilegio– quienes le hayan dado la vuelta completa a la península según los límites establecidos. 
Hace poco ordenó a Daniel Canteros, un nuevo caballero, oriundo de Buenos Aires, con una ceremonia pagana a orillas del río Irigoyen. Hasta tienen un grupo de Whatsapp con más de 30 participantes, y comparten noticias y descubrimientos y próximas vueltas. 
 Caminamos por la playa. Por momentos conversamos, a veces vamos callados. Nos vemos pequeños a la sombra de acantilados altos y tan blancos que encandilan. 
“La libertad cuando se camina es la de no ser nadie, porque el cuerpo que camina no tiene historia, tan solo un flujo de vida inmemorial”, escribe Frédéric Gros en su libro Andar, una filosofía. El peso cede a medida que comemos lo que cargamos, pero el cansancio se acumula con los días. Cada mañana, Sebastián guía unos minutos de estiramiento: tobillos, rodillas, cadera, brazos, cuello, hombros. Federico viene corriendo a apurarnos. –Chicos, está subiendo la marea, si no cruzamos López ahora ya no lo podremos cruzar. Vamos. 
Alguien pregunta si el río López es con z o con s y Marina cuenta que en Teodelina había dos chicas muy lindas que eran modelos y se presentaron a un reality en la tele. Una se llamaba López y la otra Lópes. El cielo está negro, en cualquier momento se desploma. Tengo el López enfrente y se ve caudaloso. Nos descalzamos y caen las primeras gotas de una lluvia que seguirá hasta Rancho Julián. Cuelgo los borcegos en los hombros y me tomo del brazo de Sebastián para atravesarlo. Avanzo firme por las piedras con zapatillas livianas, las de vadeo. Siento el agua helada y la fuerza de la corriente. Un paso más y estamos del otro lado. ¡Muchaachos! 
Se largó. Graniza cuando pasamos por la draga de Sloggett. La trajeron por mar, de qué otra forma si no. El oro estaba en la arena del río, lo extraerían con los baldes de hierro de la draga y luego removerían y extraerían las pepitas. 
Más de un siglo después, sigue abandonada a orillas del López. Le saco una foto a Charles Newbery con una bandeja de zarandeador que encontramos en el rancho de la playa. Muestra un gesto de plenitud, como si en este momento se cerrara un ciclo familiar. 
En Julián, un rancho de dos por tres, nos amuchamos, hablamos de “las propiedades” de los alimentos, añoramos una ensalada fresca, nos preguntamos si se decía vaporera o vaporiera, nos sentimos –y estamos– lejos de la civilización, comemos trucha recién pescada y ruedan las historias, mientras nuestras medias se secan en una soguita, arriba de la salamandr Luis Andrade, el paisa, llega al Rancho Ibarra antes del atardecer. 
Viene a caballo desde Moat. Trae enlazado otro caballo con provisiones y 25 litros de nafta para el generador. Tardó siete horas y pasó por la subida matacaballos –él la tomó de bajada–, tan empinada que duele de solo verla. En Rancho Ibarra, cerca del final del camino, hay luz y pronto habrá un inodoro (también traído a lomo de caballo). 
Lo está instalando Julio, un paraguayo que se afincó en Ushuaia. Él nos recibe. Está desanimado porque pasaron los bagualeros y no lo trataron bien. Eran cuatro hombres, 11 caballos y 25 perros. Los vimos a lo lejos, iban por un acantilado, miraron y no saludaron. 
–¿Quiénes son los bagualeros? –Son gauchos que van juntando animales y los arrean para llevarlos a vender. Tienen que sacar 800. Entraron al rancho sin golpear, se sentaron, comieron, durmieron, dejaron todo patas para arriba y se fueron. Le dijeron a Julio que ellos son los verdaderos gauchos del mar y que tienen un Facebook donde suben fotos de sus andanzas. 
El paisa le resta importancia al evento, dice que es porque no lo conocen a Julio, que si estaba él no se portaban así. Al rato prepara mate. La salamandra es un tambor de metal que le cedió la Armada. El paisa es de Goya, pero ya no tiene acento correntino. 
Después de más de 30 años por acá habla como fueguino. Trabajó como puestero, salió campeón de ajedrez en Río Grande, le gusta leer y no le gustan los políticos porque son “frágiles y sobornables”. Aprovecho el atardecer para sacarle fotos.
 Me mira con la mirada del que ha visto mucho. Enciende otro cigarrillo y lo acomoda entre los dedos gruesos. –¿Cómo es vivir acá, paisa? –Sufrido. A mí me tiró un caballo y me quebré. No podía caminar. Era invierno y no podía salir a buscar leña. 
Estaba solo y hacía mucho frío. Empecé a quemar las cosas, la cama, los muebles, los tiraba a la estufa para calentarme. No tenía comida: comí pan de indio hervido, frito, de todas formas. No te digo que pensé en matarme, tengo un arma.
No me maté por mis perros. Cuando entramos de vuelta al rancho, un caminante dice que extraña la música. Diligente, el paisa pone en su celular música del lejano oeste de Ennio Morricone. Suena Por un puñado de dólares y los silbidos épicos acompañan el final del día. Me quedo con una escena del viaje para pincharlo en el corcho de recuerdos. Ya cenamos –siempre cenamos de día porque oscurece a las 10– y nos acercamos hasta el acantilado. 
El mar abierto quedó atrás, volvemos a ver el Beagle. El cielo está rosa y la media luna crece brillante. Hablamos en ronda mientras pasa un crucero rumbo a la Antártida y otro que navega hacia Ushuaia. Ya encendieron las luces, habrán cenado quizás. 
Enfrente, las islas Picton, Nueva y Lennox y a nuestras espaldas el cabo San Pío, el punto más austral del país, donde ayer caminamos por acantilados de pasto verde que hacían pensar en Irlanda. Nos sacamos fotos con el faro detrás, antiguo y a rayas, como los que dibuja Liniers. Me quedo con esa imagen porque no queríamos irnos a dormir a pesar del frío. Porque era la última noche y nos sentíamos fuertes, curtidos, con la misión cumplida. 
Porque volví a escuchar Teodelina y me pareció un nombre musical. Porque hablamos de dar la vuelta completa y soñamos con mandar un helicóptero que dejara víveres en cada campamento así cargaríamos menos peso.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Como criar en acuario a la anguila criolla, Synbranchus marmoratus,

El pez mas grande del Amazonas se enfrenta con la extinción

La anguila de agua dulce: Uno de los peces de las acequias del vivero de la Reserva natural Delta Terra, en la 1ª. Sección del Delta, Tigre.