El maltrato a los delfines en el Amazonas y otros riesgos del ecoturismo
Por VANESSA
BARBARA
New York times 24 de abril de 2017
Turistas con un
delfín rosado en el Río Amazonas, en Brasi . Credito: Varricchio / Fotos de
Brasil, vía Light Rocket, vía Getty Images.
MANAOS, Brasil — El punto donde se encuentran las aguas oscuras del río
Negro con las de color café del río Solimões es impresionante. No es de
extrañar que sea una de las principales atracciones turísticas de la ciudad de
Manaos, capital del estado Amazonas.
A lo largo de varios kilómetros, los ríos fluyen uno al lado del otro
sin mezclarse debido a la diferencia en la composición de sus aguas, velocidad
de flujo y densidad (puedes sentir la variación de temperatura si sumerges la
mano cuando la lancha cruza la línea entre los dos). Cuando los ríos Negro y
Solimões finalmente se unen, forman el Amazonas, el río más grande en cuanto a
caudal y uno de los más largos de todo el mundo.
Hace poco fui en un paseo en lancha a la Reserva Ecológica Janauari,
cerca de donde se encuentran los dos ríos, y el lanchero me preguntó si también
me gustaría visitar a una familia que tiene un caimán, un oso
perezoso y una víbora. “Puede tomarse selfis con los animales, y luego
darles una gratificación”, me dijo. Me negué a gritos.
Retomamos nuestra navegación en la pequeña lancha a motor a través de
los igarapés (arroyos del bosque) frescos que llevan a
los igapós (bosques pantanosos o inundados). Parecía como si
una presa se hubiera roto en algún lugar y todo estuviera a punto de
sumergirse. El nivel del río estaba a la mitad de árboles tan altos
como edificios. El lanchero dejó de hablar tanto, como si estuviera ofendido
por mi rechazo a su oferta. Yo disfrutaba el panorama; no había necesidad de
abrazar a animales ilegalmente domesticados.
Brasil tiene mucho que aprender en cuanto al ecoturismo. Mientras que en
algunos lugares, como la isla noroeste de Fernando de Noronha, las normas
concernientes a la conservación de la vida silvestre son estrictas, en otros se
pone menos atención a la conservación a largo plazo, así como al impacto
ecológico y social del turismo, que a menudo resulta en la mera y simple
explotación tanto de animales como de los lugareños y de su cultura.
Una de las actividades turísticas más redituables en el Amazonas es
nadar junto a delfines rosados, o alimentarlos desde una plataforma flotante
privada, a menudo situada dentro de un parque nacional. Por lo general los
turistas montan, sujetan y hostigan a los delfines. Algunos incluso los sacan
del agua para tomarles fotografías (a veces alentados por un guía turístico).
Hay relatos de personas que fueron mordidas accidentalmente y, en una ocasión,
un hombre se desquitó golpeando al delfín.
Hace unos años, una comisión compuesta por agencias federales e
institutos de investigación emitieron lineamientos para la actividad,
incluyendo la cantidad de comida que se les ofrecía y el requisito de que solo
los guías de turistas podían alimentar a los delfines. Pero poca gente los
obedece. Según el propietario de una plataforma, los turistas solo deben evitar
tocar el espiráculo de los delfines, es decir, el orificio por donde respiran
(¡háganme el favor!).
No hay ninguna legislación federal que prohíba alimentar o tocar a los
delfines. En consecuencia, su comportamiento ha cambiado: ahora muchos
sobreviven gracias al pescado congelado que les dan los grupos de turistas.
También están condicionados a quedarse cerca de las plataformas flotantes y de
los humanos. Según los investigadores, ahora es común que los delfines sean
agresivos.
Otra actividad popular en el Amazonas brasileño es la
observación de caimanes. En la noche, grupos de personas patrullan las
riberas, buscando a esos grandes lagartos nocturnos parecidos a los cocodrilos.
No sería tan invasivo si no hubiera tantos guías interesados en lanzarse
al agua para tomar a los caimanes y sujetarlos para que les saquen fotos.
Los operadores de paseos por el Amazonas también ofrecen la pesca
recreacional de pirañas, los peces omnívoros con dientes filosos y una
reputación feroz, así como la pesca fingida de pirarucu, un antiguo pez gigante
que está en peligro de extinción. Esto último se realiza en tanques de agua. De
alguna manera es mejor porque a los pirarucus no los dañan los ganchos, sino
que solo los molestan los turistas que tratan de sacarlos por un momento del
agua.

para New York Times.
Todas estas actividades se aprovechan de la falta de leyes claras que
administren el ecoturismo y el uso de recursos naturales. Los operadores
de los paseos promueven paquetes mientras usan frases ambientalistas
cuestionables. Uno anuncia “pesca ecológica”; otro promete contar con la
autorización de la agencia federal del medioambiente para llevar a los turistas
a nadar con delfines. Eso le basta a la mayoría de la gente que visita el
Amazonas, aunque no sea cierto. Los lugareños que tienen animales salvajes como
mascotas para divertir a los turistas a menudo afirman que dejan a los animales
libres durante la noche y los vuelven a capturar por la mañana.
No solo se abusa de los animales. Otra actividad popular en Manaos es la
visita a una comunidad indígena formada por cinco distintos grupos étnicos
(dessana, tukana, tuyuca, wanana y tatuia), a quienes algunos operadores de
paseos describen engañosamente como una “tribu”. Desde comienzos del siglo
pasado, los indígenas –que quizá son la población brasileña más marginada y
empobrecida– emigraron (o fueron expulsados) de sus tierras nativas (y me
refiero solo a los pocos que quedaron después de los genocidios sucedidos con
la llegada de los portugueses). Tocan música tradicional y escenifican danzas
para los huéspedes de costosos alojamientos en la selva.
A menudo sus patrones obligan a los indígenas a satisfacer los
estereotipos de los turistas, entonces encarnan al noble y romántico salvaje
mientras practican rituales que son atemorizantes. Eso no es lo peor. Los
indígenas no sabían que algunos de sus jefes tienen sus propias prácticas
“tradicionales”: durante cinco años, 34 tarianos trabajaron para un alojamiento
en la selva a cambio de sobras de comida y un pago colectivo de 30 dólares por
presentación.
A otros ni siquiera les pagan y dependen de la venta de artesanías y
joyería a los visitantes. No hay un acuerdo estándar sobre una repartición
justa de ganancias para los grupos indígenas ni ninguna regulación federal.
Parece que nada cambiará hasta que los mismos indígenas cuenten con los medios
para controlar todos los aspectos de la experiencia que ofrecen a los turistas
y para quedarse con las ganancias.
Por otro lado, muchos alojamientos en la jungla y operadores de paseos
están tomando mayor conciencia de estos problemas. Los turistas con conciencia
ambientalista también presionan para que haya cambios. El Alojamiento Uakari en
la Reserva Mamirauá, por ejemplo, es regentado por miembros de la comunidad
local.
En otro alojamiento
llamado Anavilhanas, más alineado con una conciencia ambientalista, disfruté el
paseo que me dejó más boquiabierta en todo mi viaje: una simple expedición en
kayak a través de igarapés e igapós, deteniéndonos
por aquí y por allá para observar a los pájaros, monos y arañas a la distancia.
En el Amazonas, no hay necesidad de hacer más que eso.
Vanessa Barbara
escribe artículos de opinión y es autora de dos novelas y dos libros de no
ficción en portugués
Comentarios
Publicar un comentario